Temores

A veces recurrimos a los temores de los niños para que obedezcan, aunque en realidad nos protegemos de nuestro propio temor: que los niños escapen de nuestro control

Paso las tardes rodeada de niños en el parque y a veces me sorprendo de los métodos de algunos padres para que sus hijos los escuchen: Desde la apelación al Momo, Hombre, Bruja o Perro que vendrán si se alejan del punto en el que están hasta otros límites que no acabo de entender mucho, de ciertas zonas prohibidas para el juego, cuando compruebo, por mi misma, que no revisten peligro alguno.

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Soy madre y sé perfectamente que hay momento de la vida de los peques en los que no nos “obeceden” como nos gustaría. A veces porque no nos entienden, otras porque nosotros mismos les damos indicaciones contradictorias y la mayoría porque no les da la gana. Es así de simple. Para un niño o niña que está jugando no hay peligros. Conoce el entorno, se siente seguro y estoy segura de que, en su interior, no entiende nuestros temores e inquietudes. Pero ahí estamos nosotros, recurriendo a sus monstruos domésticos para que no salgan del radio que consideramos seguro. Pero seguro para nosotros; es decir, el área desde el que podemos ver al niño sin tener que levantar el culo del asiento, básicamente.

La semana pasada cenábamos con amigos en un restaurante y mi hija me pidió permiso para salir a jugar con unos niños. Se lo di. Al poco detecté que los otros niños, además de desconocidos para mí, eran algunos años mayor que ella y, desde la distancia observé que para lo que ella era un juego, no lo era en absoluto porque los demás se estaban metiendo con ella y corrían para que mi hija no los encontrara. El objetivo no era otro que divertirse, creo, a costa de ella que a sus menos de tres años, por supuesto, no adivinada que ella no era compañera de juegos, sino objeto de burlas. Acudí junto a ella, intenté convencerla para que volviera a la mesa pero no lo conseguí.  Llegué a temer por ella. No porque fuera a pasarle nada, sino porque descubriera, en algún momento, que ella no participaba del juego de sus compañeros.

Eso me partió el corazón. La seguí observando feliz en su engaño sin entender muy bien a los niños mayores pero me obligué a volver con mis amigos. No dejé de mirarla desde la distancia pero entendí que, por más que me doliera, los desengaños y las experiencias desagradables forman parte del camino que tiene que recorrer porque están en la vida y no siempre estaré yo allí para evitárselo. Es triste y duele reconocerlo, pero es mejor que alimentar su imaginación con terrores inexistentes que terminarán haciéndola temerosa y desconfiada.

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